Saturday, October 11, 2014

Una historia soñada en el XXX Festival Nacional de Gaitas de Ovejas



 
Tan pronto los corazones dejen de aletear después del más reciente aguacero de octubre y se escurran entre sus serpenteadas pendientes las lágrimas del ausente, del ardor que le produce al viento su tránsito por la gaita, saldrán a los cuatro vientos las súplicas rendidas de todos los gaiteros, para anunciar desde los Montes de María a los confines olvidados del mundo que hay fiesta en Ovejas y que no hay hosquedad que se resista a los ritmos que mueven los tuétanos profundos del cuerpo hasta los laberintos terrenales del alma. Se habrá dado inicio al trigésimo Festival Nacional de Gaitas. Volverá a morir dentro de mí la esperanza de la redención anhelada, y no tendré más remedio que volver a respirar el aire prestado que me da la distancia, en estos amaneceres sin gallos, sin perros que ladran los últimos espantos de la madrugada, sin el tropel de quienes se afanan para irse de siembra, sin ese cielo azul transportando rebaños de algodón que se desvanecen sin prisa a la merced del viento; sin ese olor a café derramado en la soñolienta alborada que convierte en invisibles las sombras de la noche anterior y borra de un plumazo el claroscuro del viernes.


Irremediablemente advierto, que hay un lugar ahora donde confluyen todas las palabras, las voces, los cantos, las remembranzas, las imágenes vívidas de una niñez sin espejos; lampos de soledad donde antes se respiraba esperanza y música sin orígenes donde antes se detuvo el tiempo. Sin bitácora, sin rumbo, sin mapas imaginados, sin lupa que agrande lo infinito del verso, será cada melodía, cada suspiro, cada nota vibrada convertida en lamento y cada lamento convertido en canción. Así fue hace 30 años, la génesis en aquellos días acalorados, cuando al vaivén de un chinchorro, mientras se fumaba la tarde, Toño Cabrera Fontalvo convirtiera en realidad lo que para su hermano Manuel había sido una simple ocurrencia: Hacerle un homenaje a los gaiteros que se habían convertido en seres que simplemente vagaban, transformando en ritmos sus propias pesadumbres y en alegrías las tristezas ajenas.

Como testigos mudos—Me dice Toño a través de la infranqueable distancia--, “Aquí en la calle Las Flores, en la casa de Zaida, frente a Donaldo "el pato" es donde nació la idea”, empecinado en dar detalles del lugar como si quisiera reafirmar que no miente y que nadie tiene por qué abrogarse una autoría que no le corresponde. “Frente a Jeremías Romero, Hugo Romero”, advierte, y yo lo oigo sin interrumpirlo. Su voz como un chorro de agua llenando un recipiente vacío sigue siendo la misma a sus 67 años, y la forma como se esmera en describir los sucesos, como si dibujara una escena que lucha porque nadie olvide, tiene la fuerza del juglar que vive para contar lo que otros ya no recuerdan. Él no lo sabe, pero con solo oírlo me pone a divagar sin tiempo y sin espacio y me lleva a sentir lo que el trovador vallenato no pudo explicar de la mejor manera, porque yo también “esos momentos los viví, al fin y al cabo triste son, no  volverán nunca a existir, y eso me parte el corazón”. Y cuando vuelvo en mí nuevamente, Toño aún está ahí narrando la primera parte de su historia. “Pues sí, Mane me dijo, oye ven acá, y por qué no hacemos el festival de gaita. Si hay festivales por todas partes…y me quedé pensando”, dice en medio del monólogo y como si hubiera descubierto una pieza de memoria olvidada recuerda que pensó: “Nojoda, esa vaina a mí no se me había ocurrido...esa vaina hay que hacerla…!”

Al comienzo pocos lo apoyaron. “Nadie me acompañaba nadie paraba bolas, yo era en ese momento promotor de asuntos campesinos del Ministerio de Agricultura y me salió un contrato particular en el cerro de La Pita y yo dije: “eche…! esta es la oportunidad para hacer esto, porque ahora tengo la plata...vamos a invitá a la gente...vamos a reunirnos y hacemos el festival...la idea era hacerlo en las festividades patronales del 4 de octubre, porque para esa fecha se hacía la velación del niño dios y la velación de San Pacho...y cogimos esa fecha pa' eso”. Lo que sucedió luego no fue más fácil, pero sí más placentero para todos. Con un poco de dinero que le quitó al presupuesto familiar, se convocó a la primera junta del que llamarían Festival Nacional de Gaitas Francisco Llirene. “En  honor a Pacho Llire...que le quitaba el cuero al tambor y le ponía un pañuelo...pa’ ponerle misterio a esa vaina...” Lo que Toño no dijo, nos lo reveló su hija Tania desde Bélgica. “Mi papá se gastó la plata de un contrato que le dieron que era para hacerle unos arreglos a la casa que teníamos en El Coso, y finalmente la casa se quedó, sin puertas, sin pisos y sin ventanas…”

Yo no siento los años


Toño Cabrera Fontalvo, Toñito, como le dicen, es espigado, canoso desde temprana edad, bailador de gaita, parrandero, una herencia que ha trascendido generaciones en su familia. “Desde muy pequeño yo escuchaba la gaita de parte de mi papá...y mi tío Esteban en Pijiguay que llevaba gaiteros a su rancho para hacer fiestas y velaciones, yo en esa fiestas hasta vendía pan, ron y velas y eso me llegó tanto, porque yo sentía tanto la gaita y porque la siento tanto, eso me quedó gustando desde muy niño...”. Yo sigo embebido escuchando su voz, y visualizo el cadrizo donde estaba el chinchorro del que habla Toño, la casa verde biche de Zaida Pérez y la loma encima de la cual estaba la casa sin pintar de Jeremías, al lado de la casa de Donaldo Pérez, “el pato”. Veo al viejo Toño Cabrera, padre de esta dinastía vestido de blanco, con sombrero vueltiao, abarcas de cuero y cinturón negro, delgadito y cuidadosamente encajado moviéndose con lentitud como si lo llevara por gravedad el viento; oigo el sonido de su gaita “rompe chácara”, la algarabía de la fiesta; la jarana de los pelaos que gritan cuando corren en estampida y el silencio sin fin cuando se esconden para que nadie los encuentre; oigo el que vende los pescao’s fritos, el pregón del carretillero que ofrece la yuca nueva, los plátanos amarillos y verdes y los cocos; escucho a Ramona llamando al ñato, a César, a Hugo, a Nacho porque es la hora del almuerzo; me veo subido en la troja del “Laxol” el carro de Vicente Correa que se varaba en todas las esquinas; la radiola de Manuela Montes pidiendo baterías, todavía tiene fuerzas para tocar “La cachucha bacana”; Mingo el manco arrastra su pierna y su bastón por toda la calle vieja, mientras “El Nene” con sus ojos inmensos a través de sus lentas de fondo de botella, ofrece sus últimos quintos de la lotería de Bolívar…en fin, veo pasar la procesión de mi barrio entretanto Toñito sigue imparable el monólogo que socava mis huesos; huelo el olor a tabaco de las mujeres que pasan corriendo para sus casas como si el tiempo se les fuera entre las polleras sudadas por la faena del medio día; respiro el bollo limpio del fogón de mi madre sin un “ojo de maíz”, como ella misma se ufanaba en hacerlos, siento que he sido parte de todo aquello que hoy solo puedo extrañar cuando me queda tiempo, entonces me acuerdo que mi entrevistado sigue ahí contándome su historia.

“Para mí la gaita ha sido todo”, me está diciendo Toño cuando regreso a la vida. “Eso parece que hubiera sido ayer...no siento los años, lo que siento es nostalgia porque se ha perdido un poco la mística de la gaita...” Se queja, porque a los políticos no les importa la cultura sino los votos, y ninguno de ellos ha visualizado el festival como la tribuna de los gaiteros, tanto profesionales como aficionados, “es lamentable que otros aires les quiten espacio a los gaiteros...” me dice y luego reafirma: “La gaita ha sido algo especial para mi familia, todos estamos compenetrados con la gaita y todo eso es para mí muy halagador...quiero retornar a Ovejas con el mismo espíritu de poder contribuir al bienestar de la organización, de los gaiteros y de la música, se necesita gestión para que los gaiteros salgan adelante y recodárselo a los gobiernos,  local, departamental y nacional”. Sueña con que el festival sea reconocido como patrimonio cultural de la nación y  anhela seguir trabajando por conseguirlo. Luego como frase premonitoria me dice: “después del aguacero las aguas se escurren y todo va quedando seco...ahora sería buen momento para volver…” Y cuando dice eso, no solo me identifico con él sino que lo compadezco, Toño ha vivido los últimos años entre Holanda y Bélgica en un exilio del que dice, ha aprendido a bailar tango, pero la tierra nunca dejó de llamarlo ni él de seguir evocando aquello que nadie puede arrebatarle.

Antes de despedirnos, me doy cuenta que tengo el corazón fruncido y que me basta con saber que existo. Estoy convencido que Toño no habría cambiado jamás su tierra por Bruselas, Amsterdam, París, Roma o Berlín, que antes que trashumante preferiría haber sido ciudadano del mundo desde su propio universo de gaitas y tambores y que ahora, tal como me lo ha contado, nada lo haría más feliz que volver a aquellas tardes soleadas del eterno verano, cuando desde su chinchorro de fique, veía a Javier siguiéndole los pasos a su abuelo interpretando la gaita, a Tania subiéndose presurosa a los árboles del patio mientras María Asunción en medio de la ronda juega a la Marisola, sentada en su vergel, abriendo una rosa y cerrando un clavel. Cuando cuelgo el teléfono desde Atlanta y Toño lo cuelga en Ovejas, entiendo que esta conversación nunca tuvo un principio ni un final, que siempre estuvo y estará ahí en los lugares comunes de la mente, en el devenir de los días con nuevas y distintas madrugadas. Experimento la levedad terrenal con la que soy estremecido y me hago a la idea de que todo fue un sueño.


Rafael Navarro, Atlanta, octubre 10/2014.