Tan pronto los corazones dejen de aletear después
del más reciente aguacero de octubre y se escurran entre sus serpenteadas
pendientes las lágrimas del ausente, del ardor que le produce al viento su
tránsito por la gaita, saldrán a los cuatro vientos las súplicas rendidas de
todos los gaiteros, para anunciar desde los Montes de María a los confines
olvidados del mundo que hay fiesta en Ovejas y que no hay hosquedad que se
resista a los ritmos que mueven los tuétanos profundos del cuerpo hasta los
laberintos terrenales del alma. Se habrá dado inicio al trigésimo Festival
Nacional de Gaitas. Volverá a morir dentro de mí la esperanza de la redención anhelada,
y no tendré más remedio que volver a respirar el aire prestado que me da la
distancia, en estos amaneceres sin gallos, sin perros que ladran los últimos
espantos de la madrugada, sin el tropel de quienes se afanan para irse de
siembra, sin ese cielo azul transportando rebaños de algodón que se desvanecen
sin prisa a la merced del viento; sin ese olor a café derramado en la
soñolienta alborada que convierte en invisibles las sombras de la noche
anterior y borra de un plumazo el claroscuro del viernes.
Irremediablemente advierto, que hay un lugar ahora donde
confluyen todas las palabras, las voces, los cantos, las remembranzas, las
imágenes vívidas de una niñez sin espejos; lampos de soledad donde antes se
respiraba esperanza y música sin orígenes donde antes se detuvo el tiempo. Sin
bitácora, sin rumbo, sin mapas imaginados, sin lupa que agrande lo infinito del
verso, será cada melodía, cada suspiro, cada nota vibrada convertida en lamento
y cada lamento convertido en canción. Así fue hace 30 años, la génesis en aquellos
días acalorados, cuando al vaivén de un chinchorro, mientras se fumaba la
tarde, Toño Cabrera Fontalvo convirtiera en realidad lo que para su hermano
Manuel había sido una simple ocurrencia: Hacerle un homenaje a los gaiteros que
se habían convertido en seres que simplemente vagaban, transformando en ritmos
sus propias pesadumbres y en alegrías las tristezas ajenas.
Como testigos mudos—Me dice Toño a través de la
infranqueable distancia--, “Aquí en la calle Las Flores, en la casa de Zaida, frente
a Donaldo "el pato" es donde nació la idea”, empecinado en dar detalles
del lugar como si quisiera reafirmar que no miente y que nadie tiene por qué
abrogarse una autoría que no le corresponde. “Frente a Jeremías Romero, Hugo
Romero”, advierte, y yo lo oigo sin interrumpirlo. Su voz como un chorro de
agua llenando un recipiente vacío sigue siendo la misma a sus 67 años, y la
forma como se esmera en describir los sucesos, como si dibujara una escena que
lucha porque nadie olvide, tiene la fuerza del juglar que vive para contar lo
que otros ya no recuerdan. Él no lo sabe, pero con solo oírlo me pone a divagar
sin tiempo y sin espacio y me lleva a sentir lo que el trovador vallenato no
pudo explicar de la mejor manera, porque yo también “esos momentos los viví, al fin y al cabo triste son, no volverán nunca a existir, y eso me parte el
corazón”. Y cuando vuelvo en mí nuevamente, Toño aún está ahí narrando la
primera parte de su historia. “Pues sí, Mane me dijo, oye ven acá, y por qué no
hacemos el festival de gaita. Si hay festivales por todas partes…y me quedé
pensando”, dice en medio del monólogo y como si hubiera descubierto una pieza
de memoria olvidada recuerda que pensó: “Nojoda, esa vaina a mí no se me había
ocurrido...esa vaina hay que hacerla…!”
Al comienzo pocos lo apoyaron. “Nadie me acompañaba
nadie paraba bolas, yo era en ese
momento promotor de asuntos campesinos del Ministerio de Agricultura y me salió
un contrato particular en el cerro de La Pita y yo dije: “eche…! esta es la
oportunidad para hacer esto, porque ahora tengo la plata...vamos a invitá a la gente...vamos a reunirnos y
hacemos el festival...la idea era hacerlo en las festividades patronales del 4
de octubre, porque para esa fecha se hacía la velación del niño dios y la velación
de San Pacho...y cogimos esa fecha pa' eso”. Lo que sucedió luego no fue más fácil,
pero sí más placentero para todos. Con un poco de dinero que le quitó al
presupuesto familiar, se convocó a la primera junta del que llamarían Festival
Nacional de Gaitas Francisco Llirene. “En
honor a Pacho Llire...que le
quitaba el cuero al tambor y le ponía un pañuelo...pa’ ponerle misterio a esa
vaina...” Lo que Toño no dijo, nos lo reveló su hija Tania desde Bélgica. “Mi
papá se gastó la plata de un contrato que le dieron que era para hacerle unos
arreglos a la casa que teníamos en El Coso, y finalmente la casa se quedó, sin
puertas, sin pisos y sin ventanas…”
Yo no siento los años
Toño Cabrera Fontalvo, Toñito, como le dicen, es
espigado, canoso desde temprana edad, bailador de gaita, parrandero, una
herencia que ha trascendido generaciones en su familia. “Desde muy pequeño yo escuchaba
la gaita de parte de mi papá...y mi tío Esteban en Pijiguay que llevaba
gaiteros a su rancho para hacer fiestas y velaciones, yo en esa fiestas hasta vendía
pan, ron y velas y eso me llegó tanto, porque yo sentía tanto la gaita y porque
la siento tanto, eso me quedó gustando desde muy niño...”. Yo sigo embebido escuchando
su voz, y visualizo el cadrizo donde
estaba el chinchorro del que habla Toño, la casa verde biche de Zaida Pérez y
la loma encima de la cual estaba la casa sin pintar de Jeremías, al lado de la
casa de Donaldo Pérez, “el pato”. Veo al viejo Toño Cabrera, padre de esta
dinastía vestido de blanco, con sombrero vueltiao,
abarcas de cuero y cinturón negro, delgadito y cuidadosamente encajado
moviéndose con lentitud como si lo llevara por gravedad el viento; oigo el
sonido de su gaita “rompe chácara”, la algarabía de la fiesta; la jarana de los
pelaos que gritan cuando corren en
estampida y el silencio sin fin cuando se esconden para que nadie los
encuentre; oigo el que vende los pescao’s fritos, el pregón del carretillero
que ofrece la yuca nueva, los plátanos amarillos y verdes y los cocos; escucho
a Ramona llamando al ñato, a César, a Hugo, a Nacho porque es la hora del
almuerzo; me veo subido en la troja del “Laxol”
el carro de Vicente Correa que se varaba en todas las esquinas; la radiola de
Manuela Montes pidiendo baterías, todavía tiene fuerzas para tocar “La cachucha
bacana”; Mingo el manco arrastra su pierna y su bastón por toda la calle vieja,
mientras “El Nene” con sus ojos inmensos a través de sus lentas de fondo de
botella, ofrece sus últimos quintos de la lotería de Bolívar…en fin, veo pasar
la procesión de mi barrio entretanto Toñito sigue imparable el monólogo que
socava mis huesos; huelo el olor a tabaco de las mujeres que pasan corriendo
para sus casas como si el tiempo se les fuera entre las polleras sudadas por la
faena del medio día; respiro el bollo limpio del fogón de mi madre sin un “ojo
de maíz”, como ella misma se ufanaba en hacerlos, siento que he sido parte de
todo aquello que hoy solo puedo extrañar cuando me queda tiempo, entonces me
acuerdo que mi entrevistado sigue ahí contándome su historia.
“Para mí la gaita ha sido todo”, me está diciendo
Toño cuando regreso a la vida. “Eso parece que hubiera sido ayer...no siento
los años, lo que siento es nostalgia porque se ha perdido un poco la mística de
la gaita...” Se queja, porque a los políticos no les importa la cultura sino
los votos, y ninguno de ellos ha visualizado el festival como la tribuna de los
gaiteros, tanto profesionales como aficionados, “es lamentable que otros aires
les quiten espacio a los gaiteros...” me dice y luego reafirma: “La gaita ha
sido algo especial para mi familia, todos estamos compenetrados con la gaita y
todo eso es para mí muy halagador...quiero retornar a Ovejas con el mismo espíritu
de poder contribuir al bienestar de la organización, de los gaiteros y de la
música, se necesita gestión para que los gaiteros salgan adelante y recodárselo
a los gobiernos, local, departamental y
nacional”. Sueña con que el festival sea reconocido como patrimonio cultural de
la nación y anhela seguir trabajando por
conseguirlo. Luego como frase premonitoria me dice: “después del aguacero las aguas
se escurren y todo va quedando seco...ahora sería buen momento para volver…” Y
cuando dice eso, no solo me identifico con él sino que lo compadezco, Toño ha
vivido los últimos años entre Holanda y Bélgica en un exilio del que dice, ha
aprendido a bailar tango, pero la tierra nunca dejó de llamarlo ni él de seguir
evocando aquello que nadie puede arrebatarle.
Antes de despedirnos, me doy cuenta que tengo el
corazón fruncido y que me basta con saber que existo. Estoy convencido que Toño
no habría cambiado jamás su tierra por Bruselas, Amsterdam, París, Roma o
Berlín, que antes que trashumante preferiría haber sido ciudadano del mundo
desde su propio universo de gaitas y tambores y que ahora, tal como me lo ha
contado, nada lo haría más feliz que volver a aquellas tardes soleadas del
eterno verano, cuando desde su chinchorro de fique, veía a Javier siguiéndole
los pasos a su abuelo interpretando la gaita, a Tania subiéndose presurosa a
los árboles del patio mientras María Asunción en medio de la ronda juega a la
Marisola, sentada en su vergel, abriendo
una rosa y cerrando un clavel. Cuando cuelgo el teléfono desde Atlanta y
Toño lo cuelga en Ovejas, entiendo que esta conversación nunca tuvo un
principio ni un final, que siempre estuvo y estará ahí en los lugares comunes
de la mente, en el devenir de los días con nuevas y distintas madrugadas. Experimento
la levedad terrenal con la que soy estremecido y me hago a la idea de que todo
fue un sueño.
Rafael Navarro,
Atlanta, octubre 10/2014.
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